El experimento del ruido: tinnitus, memoria y el silencio imposible. El tinnitus silencio imposible y autoficción
- arvidet
- 2 may
- 2 Min. de lectura

Siempre me produjo una especie de fascinación la asignatura de Física. Los modelos que nos dejaban de tarea para observar —o al menos intentar explicar— fenómenos del universo.
Recuerdo especialmente una lamina curva de madera que mi hermano y mi papá diseñaron para una tarea de dibujo técnico. Junto a ella, una recta, ambas con una pendiente de unos 45 grados. Desde lo alto se dejaba caer una esfera pesada, y yo me preguntaba de dónde sacaría mi papá esas pequeñas cosas que sostenían el experimento. Esas maquetas que mostraban pequeñas realidades.
Pero el experimento que más me gustaba no era ese. Era otro: el del kilo de plumas y el kilo de arroz. Lo hicimos desde el tercer piso de la secundaria y luego en el segundo piso del antiguo edificio de San Ildefonso. El resultado era siempre el mismo: arroz y plumas para todos, como una especie de bolo caótico en un bautizo laico y materialista.
También me gustaban las películas de ciencia ficción. Esas en las que se desafiaba la transmisión de sonidos en el espacio por la casi inexistente materia en el: se suponía que el sonido no podía propagarse en el espacio, pero aun así los efectos electrónicos estallaban y vibraban en la pantalla. Nunca experimenté el silencio del vacío. Tal vez lo más cercano fue aquella cámara de aislamiento en los estudios neuroaudiológicos, donde me diagnosticaron la enfermedad de Ménière. Allí había una ausencia total de ruido conocido. Solo quedaba el tinnitus. Ese sonido agudo, constante, que habita mi oído como un huésped inamovible.
En esa cabina, alzaba la mano cuando aparecían sonidos apenas audibles, como gestos mínimos de reconocimiento frente al silencio artificial. Me preguntaba por qué las caminatas espaciales en el cine no reproducían esa cualidad: el silencio absoluto que te obliga a escuchar lo interno. La música siempre presente, domesticando lo desconocido, fabricando atmósferas para no enfrentarnos al abismo.
Durante noches de insomnio, me he preguntado cómo interpretaban ese ruido interior —el tinnitus sin causa externa— en otras épocas, otros cuerpos, otros lenguajes. ¿Qué habría pensado un cavernícola, por ejemplo? Me lo imaginé en escena: con meteoritos, deidades, dinosaurios y una suerte de chamán capaz de terminar con el monstruo interior, para que pudiera por fin escuchar el estruendo exterior. Tal vez así habría percibido el fin del mundo.
Prefiero pensar en eso —en meteoritos y dioses— antes que en las otras escenas: las íntimas, las desbordadas por pensamientos irracionales que evocan el miedo al dolor crónico, a la imposibilidad de descanso, a la vida sin tregua. A veces imagino bacanales donde en lugar de vino se sirve soda negra con cianuro, como si la muerte pudiera tener un tono dulce y burbujeante si se la nombra como “paliativo”.
Hay algo profundamente estético en el ruido, aunque sea insoportable. Algo que nos conecta con lo imposible de controlar. Y tal vez por eso, cuando pienso en esos experimentos de física, en los modelos que construíamos para explicar el mundo, me doy cuenta de que ninguno me preparó para el modelo más complejo: el de mi propio cuerpo sonoro.
El Tinnitus silencio imposible y autoficción