

Hay imágenes que no están hechas para verse bien. Que no obedecen a la nitidez, a la composición perfecta, ni al mandato de gustar. Son imágenes que nacen desde la falla, el accidente, el silencio. Así fue la primera vez que me encontré con una estenopeica. La luz filtrada por un pequeño orificio me devolvió una imagen sin rostro claro, pero cargada de una presencia que no podía explicar. Era mi cuerpo y no era. Era la casa y también un fantasma. Desde entonces, entendí que hay una fotografía que no busca capturar el mundo, sino interrogarlo.
Una de las preguntas que ha guiado mi trabajo durante estos años:
¿Qué puede ver o decir la imagen cuando se despoja de su forma tradicional?
¿Qué otras posibilidades aparecen cuando se suelta el control, cuando se rompe la convención técnica, cuando la imagen se convierte en resto, en rastro, en grito?
La fotografía experimental me permite habitar ese pliegue. No como efecto estético, sino como posición ética, política y afectiva. Trabajo desde el archivo, el cuerpo y lo precario. Desde técnicas como la estenopeica, los quimigramas, las transferencias defectuosas, la imagen pobre. Y lo hago porque ahí encuentro algo que me permite hablar de lo que usualmente se deshecha, se borra, se calla; no como simple experimentación formal, sino como posibilidad de habitar lo que ha sido silenciado. La fotografía experimental me permite pensar desde lo que no encaja, lo que no brilla, lo que se escapa. Porque las violencias que atraviesan a las mujeres, a las infancias y a las corporalidades disidentes no siempre tienen una forma visible. A veces, sólo pueden decirse como sombra, como eco, como interrupción.